Mucho se ha investigado y se investiga sobre la
problemática del fracaso escolar. Abundante y rica bibliografía se encuentra al
alcance de especialistas y docentes.
No obstante, no es necesario recurrir a las
estadísticas para reconocer que, año tras año, nos golpea una gran cantidad de
alumnos que fracasan en sus aprendizajes, fracaso que se expresa, en primera
instancia –y como resultante más alarmante- en la repitencia y la deserción,
pero, además, en otro fenómeno: el de quien, a pesar de haber concluido
exitosamente su escolaridad en algunos de los ciclos o niveles del sistema,
fracasa al ingresar en el próximo.
Y, a partir de confirmar esto se inicia la
larga e improductiva letanía de las culpas o de las responsabilidades: las
variables política, económica, pedagógico-didáctica, social, familiar,
individual se personalizan en los cargos que se hacen a los gobernantes, los
técnicos, los directores, los docentes, los padres y los alumnos. Fuente de
discusiones estériles que parecen pretender encontrar chivos expiatorios, aún a
sabiendas de la multicausalidad que signa la cuestión.
Así que no es desacertado afirmar que la
problemática obedece a todas las variables mencionadas, que, con mayor o menor
grado de incidencia, se entrecruzan en la determinación del fenómeno.
Los
factores individuales, puestos de manifiesto en
problemas de desarrollo y maduración intelectual, emocional, psicomotriz y
social que se hacen palpables en el aprendizaje; lo ambiental-social, con su carga de ausencia de estimulación
familiar, de abandonos y maltratos, de falta de oportunidades, de subversión de
valores, de sentimiento extendido de desvalorización de la educación; lo político, evidenciando en la
implementación de medidas en muchos casos contradictorias y que obedecen a
necesidades que poco tienen que ver con lo educativo; y lo pedagógico-didáctico – aspecto que por la actividad que
desempeño es el centro de mis preocupaciones- expresado en la falta de claridad
en las concepciones teóricas de base, en la deficiencia de la formación y en la
capacitación docente, en los déficits de presupuesto, en la superposición de
funciones en la escuela que atañen más a lo asistencial que a lo pedagógico, en
los diseños curriculares que aparecen tardíamente, cuando está todo organizado,
en la burocratización de las funciones de conducción y supervisión…
A partir de aquí: ¿qué?. En primera instancia,
creo que el debate debe instalarse seriamente en toda la sociedad, porque lo
que está en juego es toda una generación que está siendo desvastada por
fracasos más o menos explícitos, pero fracasos al fin.
Sin ser alarmista, sin caer en derrotismos
cómodos, lo real es que nos acosa una situación que nos determina y nos limita.
Ya no es lícito, y mucho menos creíble, hablar de equidad sin buscar soluciones
a esta problemática, puesto que, aunque el discurso proclame, las prácticas
perpetúan.
Y en este sentido tendrían que escucharse a las
demandas en las voces de todos los estamentos ya que los éxitos y los fracasos
no se reducen a una cuestión escolar, aunque se manifiesten e instalen entre
los muros de las instituciones.
Lic. María Fabiana Luchetti
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